Los últimos fines de semana los estoy pasando básicamente en
soledad, dado que Mireia trabaja hasta las 7 de la tarde en el instituto
Cervantes (razón por la cual también rompemos la alternancia de post, que no la exigua regularidad, a ver si se me van a dar calambres en los dedos). No lo digo como algo malo, de hecho me permite ponerme un poco al
día con la tarea de escribir, lo que me permite convertirme en un chiste de
Family Guy mientras tecleo mi Mac en una cafetería Chic de las que empiezan a
surgir en Beijing, ir a clases de Chino (aunque el libro que estoy estudiando
ahora es especialmente difícil, pero yo
me lo he buscado, intentando aprender vocabulario técnico), correr por la calle
(siempre que la polución lo permita), y dar paseos cuando el smog esta a tope y
esto parece un escenario de La Niebla (la película de Darabont, no la de
Carpenter y sus piratas). Correr con el cielo despejado es una maravilla,
aunque hay que tener cuidado con los coches, ya que hay que cruzar carreteras
constantemente aunque vaya a lo largo del paseo de un rio. Observas a los
pescadores echando escupitajos, probablemente consiguiendo presas escuchimizadas
que hayan lanzado ellos previamente a las turbias aguas de ese canal, a algún
niño jugando, alguien haciendo TaiChi, vagabundos durmiendo en los bancos con
las mantas bien dobladas y en perfecto orden, abuelillos en las puertas de las
casas con su brazalete de Voluntario de Seguridad, taxistas holgazaneando, la
ciudad moviéndose lentamente, como cualquier otro día, el frenesí relegado a
las entradas del metro.
El mayor problema es esa misma soledad. La
disfruto, y especialmente observando a las personas alrededor en las
cafeterías, los bares, la calle, imaginando historias, pero entre los recovecos
de esos pensamientos, en las semanas anteriores más que ahora, siempre se
cuelan las preocupaciones hipocondriacas.
No necesariamente por el hecho de no
tener a nadie con quien hablar o distraerme, sino por la mera soledad, que
probablemente sea una de las causas de esa sombra de angustia que me acompaña,
la mayor parte del tiempo oculta e invisible, pero resurgiendo cada cierto
tiempo, desde que me puedo considerar una persona adulta. Estar de viaje,
pasear solo por calles de ciudades desconocidas, me encanta, me da vida, y sin
embargo también me angustia, no directamente, sino a través de los síntomas que
mi cuerpo-mente se autogenera, siempre inventivo y perseverante. Y es que se
que no puedo estar solo mucho tiempo, pero en esta ciudad de 18 millones de
habitantes, donde hay que pelear por encontrar sitio en el vagón, siempre hay
gente por todas partes, el aislamiento se siente como un punto negro en medio
de una marea roja. No voy a negar que tiene su encanto.
Gente conectada, sentados unos frente a otros con las pantallas de
sus móviles absorbiendo sus miradas, casi se puede ver como sus rostros se
deforman succionados esos nuevos monolitos negros de 2001, el epicentro de
nuestra sociedad y comunicación, tragándonos poco a poco hacia la nube, el
exterior solo un erial gris con camareros que sirven cafés con corazoncitos y
ensaladas con kinoa mientras nadie les hace caso, les mira a los ojos, y ellos
no encuentran el momento de volver a su propio monolito negro, en la trastienda
de la cocina, en cuclillas, no entendiendo nada de la vida, arrastrados por la armonía y la vuelta a los orígenes, la virtud de los valores de Confucio, los
valores de Steve Jobs, vaciando sus carteras virtuales de WeChat Money,
ofrendas a los nuevos Dioses.
Autor: El Col Chino