lunes, 5 de diciembre de 2016

Crónicas mosquiteras (y 9)

Miércoles

He dormido como un tronco. Tengo la cabeza libre de preocupaciones, dolores, todo. Es como dicen que tiene que ser meditar. Me siento doce veces vivo. Me ducho. Voy a echar de menos el olor a amoniaco fermentando. Echo un vistazo al lado del inodoro donde he seguido vertiendo de tanto en cuanto gel de ducha para que pelee con los estreptococos (o lo que sea). Tiene pinta de sopa primigenia.  Me vuelvo a montar en la misma furgoneta que a la ida, el mismo conductor, y por lo tanto sé lo que toca. Mi vuelo sale por la tarde así que me van a llevar primero a la capital, que rima con pala, pero no es Albacete, a las oficinas del cliente: comer y pasar el rato, y después me trasladarán al aeropuerto. Paso el rato observando a la gente alrededor, caminando aparentemente sin mucho rumbo, en los arcenes o en medio de algún campo. Arrastrando bicis, portando cosas en la cabeza como las antiguas películas de exploradores en blanco y negro (se me cae la mandíbula de pensar en el chiste obvio), pero esta vez, en lugar de llevar fardos rectangulares atados con correas, portan barreños de plástico rosa u ordenadores de sobremesa. También hay vacas pastando con unos cuernos descomunales. Todos impasibles delante del circular caótico de coches. Cuando paseo por Beijing, o por cualquier otra ciudad, y fijo la mirada en un paseante solitario, muchas veces mi mente empieza a elucubrar sobre las historias que hay detrás, inventa momentos en habitaciones minúsculas, en sótanos hacinados, inventa líneas de trabajo serializado que roban el alma humana, pero aquí no sé qué inventar.
Llegamos a la ciudad (que, repito, rima con impala) por una carretera que probablemente sea la entrada principal pero que no es más que una vía de doble sentido sin arcén, y al cabo de un rato empezamos a cruzar un desguace, allí mismo, dentro de la capital. Un desguace que se extiende lo que yo calculo que debe ser un kilómetro al menos, con coches en ruinas alrededor, carteles que anuncian venta de piezas de repuestos, gente apoyada en las puertas desvencijadas, gente durmiendo dentro de los capós traseros de automóviles sin ruedas, sin ventanas, sin retrovisores, sin asientos, realmente esqueletos de coches devorados, y más arriba, unos pájaros gigantes que mi imaginación quiere convertir en buitres, pero son simplemente aves muy grandes. Un entorno ideal para Salgado, en el que quizás haya hecho fotos, perfecto para maravillarse y horrorizarse con el estado del mundo. Siempre lo mismo.


Y entramos en las oficinas. Dejo las maletas y me llevan a comer. Para celebrar el último día como las mismas especialidades chinas de siempre, entre conversaciones insulsas y alguna felicitación por lo bien que manejo los palillos. Yo también estoy orgulloso. El idioma no, pero los palillos los clavo. Volvemos a la oficina, que está en un área residencial sobre las colinas y desde allí todo se ve precioso, incluso el desguace (miento, no se puede ver, pero lo que importa es la intención). Al lado está el gran lago, que rima con victoria. Vuelvo a coger la maleta y me monto en un todoterreno que me lleva por fin al aeropuerto. Quedan unas horas.  Busco un enchufe en el bar y pido una Cerveza marca Nile. Pienso en alguna comparación idiota entre el líquido en la botella y el agua del rio siendo turbinada. Beber ésto es lo más local que he hecho en todo el viaje. Pero ni siquiera estoy seguro de que sea realmente una cerveza local.

Finiquitado por: El col-chino

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