domingo, 6 de noviembre de 2016

Crónicas mosquiteras 1

Nota:


Éste es el relato de una semana en un lugar de África por motivos de trabajo, pero tanto por esos motivos de trabajo (mi chinismo) como por motivos personales (mi obsesión con las enfermedades), es más bien una descripción de mis neuras y la fijación con los mosquitos, en la que se repite la palabra China con más asiduidad que en un discurso de Donald Trump.

Miércoles

Escribo en las redes sociales (redes sociales, como si estuviera activo en una miríada de ellas, cuando solo lo he colgado en Facebook, donde mi número de amigos siempre me recuerda que sigo siendo un niño gafotas y el networking no es lo mío) que estoy viajando a un país que rima con bufanda y no es Ruanda, ni Albacete. Lo escribo desde el aeropuerto de Doha, donde hago escala, pero me gustaría quedarme a vivir. Sigo un poco inquieto, y los mosquitos atacan mis pensamientos antes de que llegue: el clásico proyectar del hipocondriaco que visualiza como el anófeles hijodelagranputa le pica, como empieza a ponerse malo y a darle vueltas a la cabeza sobre si esto le va a llevar a la tumba, o si acortará su esperanza de vida. Según vamos aterrizando le empiezo a dar vueltas a si rociarme ya antimosquitos o no, pensando en que estarán allí acechando, dando golpecitos en la puerta del avión esperando a que abran, sangre fresca de blanquito. Pero tampoco quiero que me miren como a un pringado y cobarde novato del África:  lo que en realidad soy, por supuesto. Así que me lo echo muy a escondidas.

Me acompaña en este viaje Mr. J, que es un Project Manager (proyet mañaner) regordete, con dentadura de conejo y cara de buena persona (lo que equivale a parecer poco avispado, aunque en realidad probablemente sea más listo que yo). Al salir no encontramos a nuestro chofer y tenemos que esperar hasta que finalmente localizamos nuestro transporte, que está esperando a más pasajeros chinos. Oigo putonghua por todas partes, China, la reina de África, conquistando poco a poco, sin molestar pero sacando tajada.

Nos montamos en la furgoneta y nos disponemos a hacer los trescientos kilómetros que nos separan de la central. Cruzo los dedos por que el conductor sea cabal y segurolas, pero no. Carreteras de doble sentido casi siempre atravesando pueblos, con furgonetas parando y saliendo de la cuneta constantemente y sin avisar, todo lleno de motos y bicis que pasamos rozando y personas que no parecen temer por su vida mientras yo me tapo (imaginariamente) los ojos, alguna cabra se cruza en la carretera queriendo convertirse en (insertar plato local aquí) antes de tiempo. Al final me quedo dormido porque el viaje desde Tianjin ha sido muy largo. Llegamos al campamento ya de noche, y nos reciben nuestros colegas ingenieros chinos que habían ido de avanzadilla. El cliente nos invita a cenar junto con los consultores, de otra nacionalidad que diremos indeterminada, todos alrededor de una mesa redonda de dimensiones bíblicas llena de platos chinos, concretamente de Hunan, provincia de donde es originario nuestro cliente. Brindamos (poco, afortunadamente), y yo bebo cerveza, caliente, TsingTao. Conversaciones idiotas y pequeñas. El jefe llama a la camarera para preguntar si hay algún cocinero chino aún trabajando para que nos haga unos noodles, aunque sobra la mitad de la comida. Porque necesitas un buen cocinero chino para que haga mian tiao, si no no sabe igual. Empiezo a fijarme en  que no solo han importado la cerveza y los cocineros, sino básicamente todo: el aparato del aire acondicionado, la nevera, las sillas. Empiezo a tener la sensación de haber hecho treinta horas de viaje para volver a China, aunque una China con aire limpio, sabana, animales salvajes detrás de las vallas y mosquitos malariosos.

Autor: El col-chino



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tus comentarios aquí: