Nota:
Éste es el relato de una semana en un
lugar de África por motivos de trabajo, pero tanto por esos motivos de trabajo
(mi chinismo) como por motivos personales (mi obsesión con las enfermedades),
es más bien una descripción de mis neuras y la fijación con los mosquitos, en
la que se repite la palabra China con más asiduidad que en un discurso de
Donald Trump.
Miércoles
Escribo en las redes sociales (redes sociales, como si estuviera
activo en una miríada de ellas, cuando solo lo he colgado en Facebook, donde mi
número de amigos siempre me recuerda que sigo siendo un niño gafotas y el
networking no es lo mío) que estoy viajando a un país que rima con bufanda y no
es Ruanda, ni Albacete. Lo escribo desde el aeropuerto de Doha, donde hago
escala, pero me gustaría quedarme a vivir. Sigo un poco inquieto, y los
mosquitos atacan mis pensamientos antes de que llegue: el clásico proyectar del
hipocondriaco que visualiza como el anófeles hijodelagranputa le pica, como empieza a ponerse malo y a darle vueltas
a la cabeza sobre si esto le va a llevar a la tumba, o si acortará su esperanza
de vida. Según vamos aterrizando le empiezo a dar vueltas a si rociarme ya
antimosquitos o no, pensando en que estarán allí acechando, dando golpecitos en
la puerta del avión esperando a que abran, sangre fresca de blanquito. Pero
tampoco quiero que me miren como a un pringado y cobarde novato del África: lo que en realidad soy, por supuesto. Así que
me lo echo muy a escondidas.
Me acompaña en este viaje Mr. J, que es un Project Manager (proyet mañaner) regordete, con
dentadura de conejo y cara de buena persona (lo que equivale a parecer poco
avispado, aunque en realidad probablemente sea más listo que yo). Al salir no
encontramos a nuestro chofer y tenemos que esperar hasta que finalmente
localizamos nuestro transporte, que está esperando a más pasajeros chinos. Oigo
putonghua por todas partes, China, la reina de África, conquistando poco a
poco, sin molestar pero sacando tajada.
Nos montamos en la furgoneta y nos disponemos a hacer los
trescientos kilómetros que nos separan de la central. Cruzo los dedos por que
el conductor sea cabal y segurolas, pero no. Carreteras de doble sentido casi
siempre atravesando pueblos, con furgonetas parando y saliendo de la cuneta
constantemente y sin avisar, todo lleno de motos y bicis que pasamos rozando y
personas que no parecen temer por su vida mientras yo me tapo (imaginariamente)
los ojos, alguna cabra se cruza en la carretera queriendo convertirse en
(insertar plato local aquí) antes de tiempo. Al final me quedo dormido porque
el viaje desde Tianjin ha sido muy largo. Llegamos al campamento ya de noche, y
nos reciben nuestros colegas ingenieros chinos que habían ido de avanzadilla.
El cliente nos invita a cenar junto con los consultores, de otra nacionalidad
que diremos indeterminada, todos alrededor de una mesa redonda de dimensiones
bíblicas llena de platos chinos, concretamente de Hunan, provincia de donde es
originario nuestro cliente. Brindamos (poco, afortunadamente), y yo bebo
cerveza, caliente, TsingTao. Conversaciones idiotas y pequeñas. El jefe llama a
la camarera para preguntar si hay algún cocinero chino aún trabajando para que nos
haga unos noodles, aunque sobra la mitad de la comida. Porque necesitas un buen
cocinero chino para que haga mian tiao,
si no no sabe igual. Empiezo a fijarme en
que no solo han importado la cerveza y los cocineros, sino básicamente
todo: el aparato del aire acondicionado, la nevera, las sillas. Empiezo a tener
la sensación de haber hecho treinta horas de viaje para volver a China, aunque
una China con aire limpio, sabana, animales salvajes detrás de las vallas y
mosquitos malariosos.
Autor: El col-chino
Autor: El col-chino
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tus comentarios aquí: