viernes, 11 de noviembre de 2016

Crónicas mosquiteras 3

Viernes

Me levanto y el olor del baño sigue allí. Me ducho rápido con agua fría, que es lo único que hay hoy.  Me seco como buenamente puedo con la mini toalla que viene de serie con la habitación. Me rocío de antimosquitos. Aún no he visto ni uno. Insectos unos cuantos, pero mosquitos ni uno. Pero no me van a pillar, a mí no me engañan. Voy al desayuno ¿He comentado algo ya de los noodles picantes, los pickles y los huevos duros? Bajo el contenido en ajo hoy, no es algo que mi cuerpo pueda resistir. Me duele la cabeza, además de la opresión del pecho que me acompaña las últimas semanas, así que me tomo un Espidifen y puedo escuchar la voz de mi padre, miles de kilómetros al otro lado del estrecho diciendo: ¡Deja de tomar tantas porquerías! Sé que no puedo pillar malaria en un día, y lo del pecho es una dolencia que me he mirado y remirado a lo largo de mi vida, e incluso en los últimos meses, sin que nunca haya sido nada, pero un hipocondriaco necesita su ración de preocupación diaria como otros necesitan un Sol y Sombra.


Comenzamos la reunión de nuevo, y seguimos en las mismas. Yo me paso la mitad del tiempo, por otra parte, bien al teléfono o en reuniones por Skype, que es lo que tiene estar en un puesto global estos días. Como también me toca reunión a la hora de comer, me trago un par de galletas de coco horrendas para llenar el estómago. Más reuniones. Más llamadas. Cenar. Volver a la oficina inmediatamente después para seguir trabajando pero, sobre todo, porque solamente allí hay wi-fi. Al caminar desde mi barracón al edificio central se pasa junto a una especie de pabellón temporal que han montado con canchas de badmington y mesas de ping-pong. Me dicen que están siempre ocupadas y que, por no esperar, la gente prefiere hacer ejercicio andando alrededor del edificio. En cierto sentido, toda esa gente haciendo el zombi circulando en torno a un lugar se parece bastante al dar vueltas a los templos del culto tibetano, pero con más pantuflas y pijamas. Me tienta correr un rato alrededor de esa zona, aunque probablemente necesite cincuenta vueltas para completar cinco kilómetros, pero pensar en mosquitos corriendo a mi lado, con una cinta anudada a la cabeza (ellos), esperando el momento en que el sudor retire el DEET de mi piel para joderme, me frena. Quizás mañana por la mañana. En la oficina,  terminamos de preparar una carta de respuesta para el día siguiente y caminamos de regreso a nuestras habitaciones. Cuando le cuento a uno de mis compañeros que estoy pensando en correr (se lo tengo que explicar tres veces, porque no entiende mi acento castizo),  me dice que no salga fuera del recinto del campamento, que hace poco alguno se aventuró por la puerta para dar una vuelta por el río y se lo zampó un hipopótamo. También me cuenta que más o menos el sesenta por ciento de la gente que pasa una temporada larga en el campamento acaba padeciendo malaria, pero que es la estación seca, que no hay muchos mosquitos. Corro a la habitación para rociarme, me aseguro de que la mosquitera esté bien cerrada y me duermo soñado con tigres, leones e hipopótamos con cinta de correr en la cabeza jugando (bien) al ping pong.

Firmado: El Col-Chino

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