Domingo
(2)
Después
de una siesta rociada en antimosquitos nos sentamos en un todoterreno, Mr J,
el acompañante del cliente y servidor, y nos conducen hasta las obras. El
acompañante (llamémoslo niñera) del cliente es todo un personaje. En el fondo,
esto se puede decir de casi todas las personas que encuentran su vida
trabajando en montajes y puestas en servicio durante años lejos de su hogar. En
su caso, aparte de ser un poco borde, tiene una risa estúpida que brota a la
mínima, sin sentido. Básicamente se ríe de todo menos de los chistes, es la
anti-risa. Y nunca entiende lo primero que le dicen, ni lo que digo yo ni
tampoco mis compañeros chinos, y siempre hay que repetirlo una segunda vez. Por
último, cada vez que comento algo su respuesta siempre es why?, aunque
no venga a cuento. El mundo de las muletillas.
Visitamos
la excavación de la casa de máquinas, de tipo caverna, unos kilómetros dentro
de las colinas: es exactamente igual que cualquier otra, independiente de lo
que hay fuera, ajena a la selva y los animales salvajes, ajena a la
temperatura. Solo quiere agua.
Nos
acercamos hasta la construcción de la presa, que se está montando donde debería
estar el Nilo, pero ahora el rio brama unos cientos de metros más a la derecha,
desviado por la ingeniería humana, furioso primigenio, pero frágil y maleable.
Hay algo fascinante en el Nilo en esa zona, con ese caudal brutal pasando a
toda velocidad. Aunque los chinos no están impresionados; de hecho es un rio
pequeño para los estándares hidráulicos del imperio central, acostumbrado al
Yangtse.
Volvemos
al campamento y en un arrebato de locura me pongo la ropa de correr, me rocío
de spray repelente, y me pongo a galopar (des)preocupadamente alrededor de los
bloques de edificios por donde la gente suele pasear por la noche (pero ahora,
a las cinco y media de la tarde, no hay nadie). Es más largo de lo que creía y,
al final, se pueden hacer casi 500 metros por vuelta, pasando por delante de la
puerta de entrada secundaria. Allí hay un guarda recostado en una silla que me
sonríe y anima cada vez que paso, y yo le saludo marcialmente. Tiene el rifle
apoyado junto a la pierna, y los pies sobre otra silla enfrente de sí, mostrando
unos calcetines negros que le vienen grandes y están rotos por diferentes
sitios.
Por la
noche, nuevamente en la oficina para trabajar un rato y aprovechar el wifi, veo
que proliferan los mosquitos. Mato un par. Mientras tanto, frente a mí, la
niñera mira la pantalla del ordenador con gesto bobino y se rasca la barriga
con la camiseta subida hasta los sobacos al más puro estilo pekinés. Cuando se
quita las chanclas y pone los pies sobre la mesa para enredarse en las uñas,
decido salir de allí. Skypeo un rato en el pasillo con la familia, pero en un
momento dado, mientras estoy apoyado en la barandilla de las escaleras, veo
otro par de mosquitos rondando cerca de mis manos: salgo huyendo.
Habitación.
Ritual de purga y protección. Minimetro. Leer. Dormir. Pero no puedo dormir. Ya
sea por jet lag retrasado o porque me he tomado todas las latas de café –menos
una- y el cuerpo se había desacostumbrado. O por supuesto porque estoy cayendo
en una espiral hipocondriaca. Pero afortunadamente, descubriré después, era el
café.
Cincelado por: El Col-chino
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tus comentarios aquí: